“Yo no supe [de] mi alma, que mi
alma me hizo como carrozas para mi pueblo, Nadib.” (Cantar de los Cantares 6:12)
Israel responde a las evocaciones de
Dios, admitiendo que en su largo y tenebroso exilio ella se alienó y asimiló lo
suficiente como para desconocer su propia alma.
En el exilio, Israel ha tenido la
tendencia a perder el conocimiento de su esencia y verdadera identidad. En vez
de asumir la responsabilidad por su separación de los caminos y atributos del
Creador, y las consecuencias de sus decisiones negativas, Israel lo culpa a Él
de su predicamento bajo las naciones.
Cuando permitimos las fantasías e
ilusiones de ego, estas se convierten en regidoras de nuestro libre albedrío.
En ese predicamento nos hacemos vulnerables ante aquellos controlados por tendencias
y rasgos negativos. Nuestra libertad completa está en los modos y atributos de
amor, con los que estamos plenos y sin carencias. Así los hacemos los regidores
que traen las bendiciones que el amor de Dios quiere que disfrutemos en el
mundo material y en todas las expresiones de la vida.
Debemos ser conscientes de que
también podemos bendecirnos a nosotros mismos para así ser la bendición que
queremos ser para poder bendecir a otros. Nuestros pensamientos, palabras y
acciones tienen el potencial para reflejar nuestras bendiciones o maldiciones.
Tendencias y rasgos negativos son de hecho maldiciones que nos convierten en
maldad para nosotros y para los demás. Las maldiciones no sólo vienen de
nuestro entorno sino también de nosotros mismos. Así entendemos la advertencia
del rey David.
“Los ídolos de las naciones son
plata y oro, la obra de las manos de los hombres. Tienen bocas pero no hablan, tienen ojos pero no ven, tienen orejas pero
no oyen, ni aliento en sus bocas. Aquellos que los hacen se volverán como ellos;
sí, todos los que confían en ellos.” (Salmos 135:15-18)
Los ídolos, vistos como fantasías e
ilusiones de ego con sus tendencias negativas, son las maldiciones que traemos
a nosotros para gobernar y controlar nuestros pensamientos, emociones, sentimientos,
pasiones e instintos. Cuando estos nos convierten en ellos nos volvemos la
personificación de la envidia, codicia, lujuria, ira, soberbia, indiferencia o
indolencia, entre otros rasgos malditos.
Entonces nos damos cuenta que las
bendiciones de los modos y atributos de amor nos elevan, mientras que las
maldiciones de tendencias y rasgos negativos nos mantienen prisioneros de la superficialidad
y futilidad de las fantasías e ilusiones de ego.
Debemos compenetrarnos
constantemente con lo bueno para que las bendiciones fluyan en nosotros, para
nosotros y para otros, y para cumplir el propósito de nuestra alma que es hacer
prevalecer el bien en la vida humana y el mundo material. Mantenemos este constante
fluir siendo y haciendo el bien, permitiéndonos ser su vasija y canal, siendo
conscientes de que el bien proviene del amor de Dios. Así entendemos que la
causa de Su creación es el bien, y que el propósito y finalidad de Su creación
es el bien, tal como está escrito.
“Todo lo que el Eterno ha hecho [es]
por Su propósito.” (Proverbios 16:4)
“Y el Eterno vio todo lo que Él
hizo; y he aquí, muy bueno.” (Génesis
1:31)
“(...) que el Eterno se regocije en
Sus obras.” (Salmos 104:31)
El bien ciertamente se regocija en
el bien. Hemos mencionado frecuentemente que nuestra total plenitud en cada
aspecto de la vida es completa únicamente con el bien que emana del amor de
Dios. Esto lo logramos con nuestro constante deseo del bien compenetrándonos
con Su amorosa bondad.
“(…) Tú [Eterno] abres Tu mano y
satisfaces el deseo de todos lo viviente.” (Ibíd. 145:16)
“El Eterno desea a quienes lo
reverencian, aquellos que ansían Su amorosa bondad.” (Ibíd. 147:11)
Así también nos hacemos conscientes
de la trascendencia del bien, la cual lo hace perfecto.
“Todos los llamados [creados] en Mi
Nombre, y que Yo los he creado por Mi gloria [bien]; Yo lo he creado, Yo lo
hice [perfecto].” (Isaías 43:7)
Las fantasías e ilusiones materialistas
empañan el conocimiento de nuestra esencia y verdadera identidad, mientras que
los modos de amor nos otorgan la claridad para elevar nuestra conciencia a
planos elevados donde somos capaces de revelar la presencia ocultada del
Creador. Previo a nuestro viaje hacia el conocimiento de los caminos y
atributos de Dios debemos conocer los nuestros. Sólo entonces podremos ser
conscientes de la fortaleza de nuestro conocimiento de amor, de las flaquezas
de nuestros temores y sentimientos de carencia; de los potenciales creativos
para traer y manifestar el bien en lo que somos y hacemos; y de las
limitaciones de ideas, emociones y sentimientos negativos.
De esta manera aprendemos que lo que
más nos acerca a nuestro Creador es el bien, y que nos separa de Él aquello que
no es bueno. Entonces sí comenzamos el viaje hacia refinar nuestra conciencia y
cuerpo físico, eliminando y evitando rasgos negativos; reorientando nuestros
impulsos básicos, tendencias y potencias creadoras; y fortaleciendo nuestras cualidades
positivas para con ellas guiar todas las expresiones de la vida.
Esta auto-refinación es de hecho la
premisa para abordar los caminos y atributos de Dios; porque, como hemos
indicado, solamente mediante el bien podemos compenetrarnos con Él. De ahí que
nos comprometamos con el conocimiento de nuestra identidad como bien, ya que de
este proviene el alma y es la única referencia que esta tiene para involucrarse
en el mundo material. Así vemos que el propósito del alma es encontrar bien
como el lugar que le es conocido, antes de entrar en la conciencia humana.
Evidentemente el mundo material no
es apto para la altura del alma, por ello esta procura hacer del plano físico
una reflexión del plano espiritual. Entonces nosotros como almas tenemos que perseguir
el bien permanentemente y en todas las formas posibles. Así asimilamos que “los
caminos [modos] del mundo son Suyos” (Habacuc 3:6), porque todos ellos son los
caminos de Su bondad. El alma encuentra sus caminos en los modos y atributos de
su Creador, para los cuales está destinada en el mundo.
“Ciertamente hay un espíritu en el hombre, y el aliento
del Todopoderoso les da entendimiento.” (Job 32:8)
Como hemos indicado antes, el alma
como intelecto puro comienza su proceso analizando la naturaleza de la
conciencia humana a través de la dinámica de los rasgos positivos y negativos,
y sus expresiones y efectos; y seleccionando aquellos compatibles e inherentes
al alma. Esto lo hace en todos los niveles de conciencia, desde la mente y los
pensamientos pasando por las emociones, sentimientos, pasiones e instintos,
separándolos de todo lo opuesto al bien de los modos y atributos de amor.
Debemos ser tan prácticos, empíricos
y pragmáticos como podamos para aprender del bien que proviene de acciones y cualidades
positivas, al igual que de lo opuesto a estas. Así podemos ejecutar
eficientemente cambio en nuestra conciencia y entorno, a menos que nos
encadenemos al repetitivo círculo vicioso de obsesiones, apegos y adicciones a
ideas, pensamientos, emociones y sentimientos destructivos.
El alma es la que en verdad conduce
el refinamiento de la conciencia humana hacia su cometido de compenetrarse
permanentemente con el Creador mientras se encuentra en este mundo. No debemos
permitir que el alma como nuestra esencia y verdadera identidad esté atrapada
en las expresiones y tendencias negativas de las fantasías e ilusiones de ego,
ya que estas no son su lugar.
El alma nos ofrece intelecto y
discernimiento necesarios para eliminarlas completamente y permitirle
manifestar sus cualidades y origen divino, como extensiones del amor de Dios.
Este es uno de los significados de la misión de Israel de crear un lugar para
Dios habite entre (en) nosotros.
Israel reconoce ante Dios (llamado
aquí Nadib, Benefactor) su elección de caer en tendencias y rasgos negativos.
Esta caída, representada por el exilio entre las naciones, convirtió en
vasallos (“carrozas”) a Su pueblo.