“No maldigas al rey, no, no en tus pensamientos. Y no maldigas al rico en
tu dormitorio, porque un pájaro en el cielo puede llevar tu voz, y lo que tiene
alas puede contar el asunto” (Eclesiastés 10:20)
Así entendemos que debemos atesorar nuestros más preciados valores y
principios (el “rey” y los “ricos”), porque son las bendiciones por las que
logramos el bien que Dios quiere para nosotros. No debemos despreciarlos, ni
con palabras, ni actos, ni pensamientos. Sabemos que nuestro comportamiento y
acciones nos definen, y por ellos habremos de dar cuentas, tarde o temprano.
“Envía tu pan sobre la faz de las aguas, porque en la multitud de los días
lo vas a encontrar. Dales una porción a siete, y hasta a ocho, porque no sabes qué mal está
sobre la tierra. Si nubes densas están llenas de
lluvia, sobre la tierra habrán de vaciarse. Y si un árbol cae en el sur o hacia
el norte, el lugar donde cae ese es.” (11:1-3)
Nuestros Sabios se refieren a las aguas de muchas maneras, y de ahí
entendemos el primer versículo de diversas formas. El sentido aquí es que la
vida abarca una “multitud de días” en los que existimos para encontrar el bien
que estamos encomendados a compartir con otros. Entonces vemos “las aguas” como
pensamientos que dirigimos mediante el discernimiento, el entendimiento y el
conocimiento, con el bien como su principio rector.
Así lo compartimos con tantos como sea posible para mantener lejos los
malos caminos y tendencias de las vanidades e ilusiones como “el mal sobre la
tierra”. Esta declaración muy concreta está seguida también por hechos
concretos como la lluvia que cae sobre la tierra, y los árboles que caen sobre
esta.
En un sentido más profundo y siguiendo en el mismo contexto, nuestros
pensamientos (“las aguas”) eventualmente se convierten en acciones (“la tierra”),
donde los primeros “habrán de vaciarse”. Los árboles simbolizan la vida que se
erige en el mundo material, a la que damos dirección ya sea positiva o
negativa, donde vivimos y quedamos cuando morimos.
“El que mira el viento no siembra, y el que observa las densas nubes no
cosecha.” (11:4)
Somos advertidos una y otra vez que cosechamos lo que sembramos, y que la
inactividad no conduce a nada. Viento y nubes pueden entenderse aquí también
como caprichos y deseos de fantasías e ilusiones materiales sin provecho ni
beneficio reales, y de los que no podemos sembrar ni cosechar.
“Así como tú no sabes cuál es el rumbo del viento, ni cómo crecen los
huesos en el vientre de una madre embarazada, tampoco conoces el trabajo del
Eterno que lo hace todo. En la mañana siembra tu semilla, y en la tarde no
ocultes tu mano; porque no sabes cuál prosperará, si esto o aquello, o si ambos
serán igualmente buenos. Dulce también es la luz, y bueno para los ojos ver el
sol.” (11:5-7)
Nuestra ignorancia se extiende desde el desconocimiento de los efectos de
las fantasías e ilusiones de ego hasta las leyes de la naturaleza y la manera
en la que Dios dirige Su creación. De ahí que tengamos que hacer lo correcto y
adecuado en todos nuestros empeños sin intereses egoístas, y compartir nuestro
bien lo mejor que podamos sin manipulaciones ni expectativas.
El bien conoce
sus modos y la finalidad de sus cualidades. Mientras que dirijamos el bien a
nuestro modo, podría no serlo tanto como es por sí mismo. Hemos dicho que la
luz es una abstracción del bien, y nos maravillamos en su gracia y dulzura, tal
como nos deleitamos con el esplendor del sol que ilumina todos los espacios
abiertos.