“Las palabras de Eclesiastés, hijo de David, rey en Jerusalén.” (Eclesiastés 1:1)
El libro de Eclesiastés (el que congrega,
integra, unifica) es presentado como compilación de pensamientos y discursos de
Salomón, hijo de David, y rey de Israel que reina en Jerusalén. Recordemos que
la tierra de Israel también era llamada el reino de Judea cuya con su capital
Jerusalén luego de la división del reino de Israel.
Es relevante destacar que el nombre Salomón quiere decir “él a quien la paz le pertenece” y Jerusalén significa “Yo veré paz” o “la paz será vista”. La primera interpretación se refiere a Dios que “aparecerá o será visto completamente” y la segunda a la paz que se vive ante el Creador.
En este libro el rey Salomón se llama a sí mismo
“el que congrega” porque quiso representar a toda la comunidad (kehilá)
de Israel como una sola alma, intelecto, emoción, sentimiento, voz y acción, y
también para impartir sus reflexiones a todos. Esto como una de las lecciones
fundamentales para comprender la dinámica de la conciencia humana en el mundo
material.
Salomón comparte su sabiduría con nosotros para abrirnos los ojos, oídos, corazones y almas a lo que es verdaderamente trascendente en la vida y a apoyarnos en ello como la esencia y propósito de nuestra existencia.
“¡Vanidad de vanidades!
Dijo Eclesiastés. ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué ganancia saca el
hombre de su trabajo que realiza bajo el sol?” (1:2-3)
Debemos entender la vanidad como cualidad fútil
de lo temporal e imposible de adquirir como algo que podríamos llevar con
nosotros al dejar este mundo. Esto nos invita a reflexionar en lo que al final
permanece con nosotros para tenerlo en otra dimensión a la que vayamos luego de
morir. Salomón quiere que evaluemos lo que hacemos diariamente y que nos hace
creer que es algo que podemos ganar o adquirir.
“Entonces [Eterno]
enséñanos a contar nuestros días para que podamos adquirir un corazón sabio.”
(Salmos 90:12)
Una actitud materialista ante la vida
respondería que todo o que trabajamos es para nuestro beneficio inmediato y
futuro, sin importar que sean riquezas o posesiones, ya que nos proveen no sólo
el sustento diario sino placeres y caprichos que debemos darnos mientras
vivamos. Surgen preguntas en torno a lo que es más importante además de
satisfacer necesidades apremiantes como comida, ropa y techo.
Citamos a menudo el proverbio oriental que dice
que “rico no es quien más tiene sino quien menos necesita”, y con ello aquello
que nos llena lo suficiente para no querer más de lo que necesitamos.
“Generación va y generación viene pero la tierra
dura por siempre. Y el sol brilla y el sol de oculta, y vuelve a brillar. Va al
sur y circula al norte, en sus vueltas el viento regresa.” (Eclesiastés 1:4-6)
Miramos alrededor y vemos que nuestras vidas no
duran como el sol, la tierra y los vientos, a pesar de seguir haciendo lo que
hacen sin ganancia. Nuestra tradición oral hebrea considera algunas de las
creaciones de Dios como entidades que cumplen Su voluntad sin vacilar y sin
dudar, mientras que los humanos somos los únicos dotados con libre albedrío
para elegir hacer lo mismo o no.
Estos versículos nos invitan a considerar la
tierra, el sol, el viento y los elementos que integran y sustentan la vida
también como criaturas hermanas con un propósito en la creación de Dios, y
aprender de ellos aún si se muestran mecánicos y repetitivos como podríamos
serlo nosotros cuando estamos atrapados en los círculos viciosos de las
obsesiones, apegos y adicciones.
“El mar no se llena, ahí ellos [los ríos] regresan [al
mar en su] transcurrir. Todas las cosas se cansan, el hombre no puede hablar ni
su oído se llena con oír.” (1:7-8)
Nada en la conciencia humana se llena
completamente mientras todo sea temporal, porque lo temporal por sí mismo es
limitado y se esfuerza por ser eterno o al menos permanente como el sol y la tierra
se presentan ante nosotros. Aquí entendemos el “mar” también como el reino de
la imaginación que jamás se satisface o se contiene.
Al perseguir lo permanente ciertamente nos
cansamos porque todo es temporal en la conciencia humana. Las palabras no son
suficientes a pesar de todo lo que podamos hablar u oír. Así evocamos el
episodio del niño que quiere verter el océano en el huequito que cavó en la
playa, porque la conciencia humana hace lo mismo en su deseo de asimilar las
enormes complejidades de la creación de Dios.
Nuestras limitaciones nos indican la estrechez
de vivir bajo tiempo y espacio, haciéndonos conscientes de lo que Salomón
quiere que nos enfoquemos y es lo que realmente trasciende la vida porque es
eterno y no se restringe a los límites de nuestra percepción, concepción,
captación o sentimiento.
“Muchos son los pensamientos en el corazón del
hombre, pero el consejo del Eterno es aquel que perdurará.” (Proverbios 19:21)
En este contexto las palabras del Creador en la
Torá integran el consejo que prevalece porque trasciende tiempo y espacio, y
podemos resumirlo como el bien que Él quiere que vivamos permanentemente. El
bien es lo que trasciende mientras que la maldad es sólo temporal y destinada a
desaparecer como lo ha prometido Dios, aunque la opción es siempre nuestra.
Podemos elegir entre las fantasías e ilusiones de ego como los “pensamientos en
el corazón del hombre”, o los modos y atributos de amor inherentes al bien que
Dios quiere que vivamos.