“Porque el
Eterno redime a Sión y construye las ciudades de Judá; y ellos han morado ahí,
y es su posesión. Y los descendientes [lit. semilla, simiente] de Sus
servidores la heredan, y quienes aman Su Nombre moran en ella.”
(Salmos 69:35-36)
Estos versículos destacan el nexo eterno
entre el Creador e Israel. Sin importar la separación o la destrucción, Él prometió
redimir los rasgos, modos y atributos que ambos comparten. Estos son las “ciudades”
como valores y principios en los que moramos, que también son nuestra herencia
y posesión.
Podemos entender nuestros descendientes
como nuestra “semilla”, no sólo como hijos o nietos, sino también como el bien
que creamos con nuestras acciones. Así asimilamos que siendo y hacienda bien
amamos el Nombre de Dios, que también es el bien en el que estamos destinados a
morar eternamente.
“Recuerda Tu congregación que adquiriste
desde antaño, la cual Tú has redimido para ser la tribu de Tu heredad; este
monte Sión, [donde] Tu presencia
viene.” (74:2)
Nuevamente es mencionada la promesa de
redención de Israel como la adquisición milenaria del Creador, para prevalecer
en el bien como Su heredad. Todo esto ocurre en Sión como el tiempo y espacio
de compenetración entre Dios e Israel, donde Su presencia “viene”.
Notemos que en cualquier parte del libro
de salmos donde se menciona a Sión o Jerusalem, cada versículo citado se une a
la continua afirmación del mismo principio o mensaje. El versículo en Salmos 74:2
es la continuación del citado en Salmos 69:35, como
igualmente ocurre en los demás citados en lo sucesivo.
“Eleva Tus pasos hacia las
desolaciones perpetuas. Derrota todos los males del enemigo en la
sacralidad [de Tu templo]. Tus enemigos rugen en el lugar donde Tú te
has reunido con nosotros. Ellos colocan sus banderas como estandartes. Ellos han quemado Tu santuario hasta el piso.
Han profanado el lugar de la morada de Tu Nombre.”
(74:3-4, 7)
El rey David clama a Dios rogando por Su complete
redención final de aquellos que pretenden ocupar el lugar de Su morada, y hacer
que sus despreciables rasgos y tendencias gobiernen cada aspecto y expresión de
la conciencia. Estos ciertamente son las desolaciones perpetuas como
predicamento de ilusiones y fantasías materialistas generadas por una actitud
egocéntrica.
El versículo prosigue para indicar que
solamente en lo sagrado del bien que mora en el santuario de Dios podemos
derrotar todas las formas y expresiones de la maldad.
Al abrazar el bien como
nuestra esencia y verdadera identidad, y como el santuario donde nos
compenetramos con el bien que emana de nuestro Creador, no hay mal que no
podamos vencer y transformar en algo positivo para hacer de la vida algo mucho
mejor.
Para poder retornar al bien, no sólo
como nuestra identidad real sino también como nuestra constante redención, primero
tenemos que retirar los avisos, banderas y estandartes que nos definen como lo
que representan.
Estos son los rasgos negativos y destructivos que destruyen lo
que alguna vez creímos lo mejor en nosotros. Son los males que queman nuestro
nexo con el bien como nuestra esencia e identidad proveniente del bien que
pronuncia el Nombre de Dios.