“Me levantaré ahora para dar vueltas por la ciudad, por las calles y por las plazas. Buscaré a Él que ama mi alma. Lo busqué a Él, pero no lo encontré.” (3:2)
En la oscuridad como elección de Israel para vivir en las fantasías de ego y sus tendencias negativas, ella trata de buscar al Creador, asumiendo que sus caminos y atributos comparten el mismo plano de su elección, y no lo encuentra. Aun tratando de elevar su conciencia en las tinieblas de las ilusiones y deseos materialistas, representados por ciudades, sus calles y sus plazas, ella sabe que los modos y atributos de Dios no comparten tendencias negativas.
“Los vigías que rondan la ciudad me encontraron. ¿Habéis visto a Él, que ama mi alma?” (3:3)
Los vigías o guardias que rondan la ciudad representan creencias e ideologías malignas, de las cuales se derivan las tendencias y rasgos negativos. Del mismo modo que hay principios éticos y morales elevados que protegen sus cualidades positivas, hay bajas tendencias negativas que dominan y rodean sus efectos malignos.
Israel cuenta que estos vigías la encontraron en sus dominios, y les pregunta acerca de su Amado y protector que ella no puede encontrar en ese ambiente. Israel reafirma su añoranza y deseo hasta el extremo de preguntar a las tendencias y rasgos negativos en los que su Amado no se encuentra.
“Apenas pasé entre ellos, encontré a Él que mi alma ama. Lo tomé a Él, y no lo dejaría irse hasta traerlo a la casa de mi madre, y a la habitación donde ella me concibió.” (3:4)
Aquí Israel se hace consciente de que puede encontrar a su Amado solamente superando las fantasías e ilusiones de ego y sus tendencias negativas. Sólo en este pleno conocimiento podemos ser uno con el Creador y Su amor. Entonces seríamos capaces de “tomarlo” y “no dejarlo irse”.
Esta unicidad es completamente asimilada en el nexo y conexión permanente con el amor de Dios, que son representados por el Templo de Jerusalén como “la casa de madre”. La madre de la que uno nace y adquiere la existencia e identidad, incluidos rasgos, cualidades y atributos que las definen a ambas.
Esta madre en particular es Jerusalén como el punto de conexión y compenetración en tiempo y espacio entre Dios e Israel. Jerusalén literalmente quiere decir “paz será vista”, e implica donde Dios aparecerá o será visto.
Paz y ver al Creador son un solo acontecimiento. Nosotros como el pueblo de Dios nacimos para ese propósito y destino. Este conocimiento ciertamente es nuestra madre, porque fuimos concebidos para ser y vivir en la paz del Creador y Su amor. Debemos reiterar y enfatizar que paz abarca atributos y cualidades que incluyen completación, entereza, unidad, armonía, equilibrio y totalidad.
Paz implica la serenidad de un equilibrio perfecto con el fin de expresarse como una unidad armónica, con el trascendental destino divino de conocer la ocultada presencia de Dios en Su creación. Este tipo de paz, como ya hemos indicado, es el fundamento de la conciencia mesiánica destinada a reinar eternamente porque el conocimiento del Creador no tiene fin.
Traer a Dios a nuestra madre también significa hacer que Sus caminos y atributos dirijan cada aspecto, nivel y dimensión de la vida. Lo traemos a Él para que viva permanentemente en el más elevado nivel de conciencia, donde es entronizado y coronado no sólo como el único regente de la identidad de Israel sino como exclusivo conductor de Su creación. Este máximo nivel es el lugar del alma que constantemente añora a su Creador.
El propósito del alma es dar dirección y significado a la vida. De ahí entendemos en principio de que el alma es intelecto puro, como cualidad divina en la conciencia humana para discernir y establecer el imperativo moral de hacer prevalecer el bien como voluntad del Creador para el mundo, ya que el alma es la que nos hace conscientes de Su presencia en nosotros.
Este intelecto puro posee pleno conocimiento y experiencia del bien emanado de amor como principio integrador y abarcador, destinado a unificar las complejidades de la diversidad en todos los planos y dimensiones de la conciencia, y sus expresiones en todas las facetas de la vida.
A partir de ello nacemos para vivir y experimentar tal principio, mediante el uso adecuado del libre albedrío como vehículo para ejecutar el discernimiento del intelecto como cualidad conductor del alma, para hacer que el bien dirija y guíe todos los aspectos de la vida.
“La lámpara del Eterno es el alma del hombre, buscando en todos los rincones de las entrañas.” (Proverbios 20:27)
Podemos entender este versículo en dos partes. Por un lado, el alma como el vehículo del Creador para revelar Su presencia en el mundo material, ya que la luz del bien proviene de Él.
“(…) Y el Eterno vio la luz, que es buena.” (Génesis 1:4)
De ahí que el alma sea la lámpara de Dios para iluminar la vida con bien en el mundo material. Por otro lado, el alma busca en todos los rincones de las entrañas como bien procurando ocupar todos los aspectos y dimensiones de la conciencia humana.
El propósito del alma como bien absoluto es expresarse conduciendo nuestra mente, pensamientos, emociones, pasiones e instintos. Así el alma cumple la voluntad del Creador para ser Su lámpara.
Esto nos invita a reflexionar sobre el alma como nuestra esencia e identidad, con sus cualidades, modos, medios y atributos; y sus expresiones en la vida humana. De esta manera asimilamos las formas en las que cuerpo y alma se relacionan para complementarse con el propósito común de hacer que el bien dirija todos los aspectos y dimensiones de la vida.
Nacemos con el potencial para realizar este principio, ya que es la razón y propósito de nuestra existencia en el mundo material. Esto, teniendo en cuenta que nuestro libre albedrío debe elegir esa opción.
Así asimilamos que la humanidad no sólo tiene el potencial de subordinar y reorientar las tendencias y rasgos negativos, sino también el potencial de manifestar únicamente el bien en todas las expresiones de la vida.