“Mi
Amado es mío, y yo soy de Él que se deleita entre las rosas. Hasta que el día
comience y las sombras se hayan disipado. Vuélvete Amado mío y sé como un
venado o un cervatillo sobre los montes de separación.” (2:16-17)
Vemos
aquí otra dulce declaración de amor entre Dios e Israel, cargada de totalidad,
entereza y completación, tal como lo son lo infinito y la eternidad. Esta es
una relación amorosa que se extiende más allá de tiempo y espacio. La misma
trasciende lo que podemos concebir, asimilar o comprender. De ahí que Israel
deba ser consciente de lo que todo este representa en términos de su identidad
como individuos judíos y como nación judía.
La
clave para abordar y asimilar esa identidad es entendiendo los caminos y
atributos de Dios, y cómo Él mediante Su amor se relaciona con toda Su
creación. Porque amor es el centro, la base y el fundamento de todo lo que Él
ha creado en aras de Su amor. Al comenzar a asimilar el alcance del amor de
Dios, nos damos cuenta de nuestro amor por Él y de Su amor por nosotros.
El
amor compartido entre Dios e Israel tiene un propósito en la vida humana y en
el mundo. Al Israel crear un espacio en el mundo (comenzando con nuestra propia
conciencia individual) para que Dios viva entre (en) nosotros, Él también nos
revela Su presencia para que entremos en la trascendencia de Su amor.
Así
también nos hacemos conscientes de que Dios es nuestro y nosotros somos de Él,
como lo es Su amor y nuestro amor, el uno para el otro. Para asimilar esto
plenamente, primero debemos encontrar la esencia de nuestro amor como una
extensión del amor de Dios. Al hacerlo podremos saber verdaderamente cómo amar
a Dios.
Este
es el comienzo de nuestra redención final. En este sentido, la reciprocidad es
fundamental en nuestra relación con Dios. Él constantemente nos manifiesta Su
amor de muchas maneras, comenzando por el aire que respiramos. Entonces estamos
destinados a reciprocar, emulando y honrando lo mejor que podamos la abundante
amorosa bondad de Sus caminos y atributos. Así es como lo amamos de vuelta.
Este
amor compartido se deleita entre rosas que representan la belleza y fragancia
de los modos y atributos de amor, como complementos de los caminos y atributos
del Creador, destinados a prevalecer y reinar en toda la humanidad y en el
mundo por la eternidad que nos espera. Esta es la fundación de la era mesiánica
tras dejar atrás los desechos de nuestras fantasías e ilusiones junto con sus
tinieblas.
Otra
vez el Creador invita a Israel a asumir plenamente su verdadera identidad,
representada por el venado y el cervatillo mencionados antes en este poema, y
reunirse con su Amado sobre los montes de separación. Esto se refiere a dos
montañas separadas que se desprendieron de la montaña, tal como está literalmente
el hebreo original en la última parte del versículo final en este capítulo,
“sobre las montañas de la montaña”.
“La
montaña” o “el monte” es el símbolo común de Sión y el Templo de Jerusalén,
mencionados por los profetas judíos respecto a la promesa de Dios para la
redención final: “Redentores habrán subido al monte de Sión para juzgar al
monte de Esaú, y del Eterno ha sido el reinado.” (Ovadia 1:21)
Hay
dos montañas como la dualidad dividida en nuestra actual conciencia humana,
reflejada en la constante confrontación entre el bien y el mal para controlar
las expresiones en la vida. Este enfrentamiento cesará cuando el poder redentor
del amor de Dios sea revelado a Israel ante las naciones.
Este reforzado poder del amor redentor se verá manifiesto
en la renovada fortaleza de las tendencias y rasgos positivos en la conciencia
que eliminarán todas las formas de maldad de la faz de la tierra. Estos serán
los redentores que ascenderán a la montaña de Sión para juzgar (encauzar y
conducir) la montaña de Esaú.