“Vi todo [en] el que camina bajo el sol, con el
segundo hijo que crecerá en su lugar. No hay final para toda la gente, a todos
los que fueron antes de ellos; también los últimos no se regocijarán en él,
porque esto también es vanidad y frustración.” (Eclesiastés
4:15-16)
Mientras que
“caminamos bajo el sol”, en este mundo material, estamos sujetos a vivir de
acuerdo con las decisiones tomadas cada vez que podamos ejercer el libre
albedrío. Fijamos nuestros límites basados en nuestra capacidad de discernir
entre el bien y el mal, y las prioridades que tengamos ya sea viviendo en los
modos y atributos del bien o en las fantasías e ilusiones de ego.
En momentos de
aflicción tenemos que mantener el conocimiento de que el bien proveniente del
amor de Dios es nuestra liberación, tal como lo indica el salmista.
“Muéstrame Tus
caminos, oh Eterno, enséñame Tus sendas. Guíame en Tu verdad e instrúyeme,
porque Tú eres el Dios de mi redención. En Ti espero todo el día. Recuerda Tu
compasión y amorosa verdad, oh Eterno, porque estas han existido desde siempre.” (Salmos 25:4-5)
Una vez
establezcamos nuestras prioridades y tomemos decisiones, estaremos sujetos a
estas y viviremos por y para estas. Cada acción o creación (incluyendo tener
hijos) también estarán regidos por estas y seguirá siendo así bajo el
predicamento de vanidad y frustración que conllevan.
Nuestros sabios
también llaman “hijos” a nuestras obras o invenciones, para indicarnos que
todas nuestras acciones tienen consecuencias y que más vale pensar más de dos
veces cuáles son nuestras prioridades reales y las decisiones a tomar en la
vida. Así nos hacemos conscientes de que lo que realmente importa es el bien
como nuestro verdadero sustento, plenitud y alegría.
“Mira tus pies
cuando vayas a la casa del Eterno, y alístate para obedecer en vez de los
necios que traen ofrendas de sacrificio, porque ellos no saben el mal que hacen.” (Eclesiastés 4:17)
Hemos señalado a
menudo que la “casa” representa nuestra conciencia y lo que tenemos o hemos
puesto en esta. En este versículo “la casa de Dios” son los modos y atributos
que el Creador quiere compartir con nosotros como parte de nuestra esencia e
identidad.
“Envíame Tu luz y
Tu verdad. Que estas me guíen, me lleven a Tu sagrado monte y a las moradas de
Tu presencia. Para ir al altar del Eterno, a Dios, la alegría de mi regocijo. Y he de
agradecerte con arpa, oh Eterno, mi Dios.” (Salmos 43:3-4)
Venir a Su casa
significa abrazar todas las formas y expresiones del bien, paz, gracia,
compasión, lentitud para la ira, abundancia de amorosa bondad y verdad, como
rasgos y cualidades con las que Dios dirige Su creación y se relaciona con esta
(ver los atributos de compasión de Dios en Éxodo 34:6-7). Estos son la luz y la
verdad que nos conducen a Él.
Para tener una
vida inspirada, sustentada y dirigida por esos atributos como nexo común con
nuestro Creador, tenemos que “mirar nuestros pies” permitiendo que nuestro
discernimiento y juicio adoptar constantemente todas las expresiones del bien
en cada decisión que tomamos.
Vivimos en la
“casa de Dios” al seguir (“obedecer”) los principios que nos unen a Él. Así
asimilamos que las decisiones de nuestra necedad no son las “ofrendas de
sacrificio” que traemos a Él, porque tarde o temprano nos haremos conscientes
de que una actitud egocéntrica ante la vida tiene efectos negativos como el mal
del que parecemos no reconocer.