“¿Quién ascenderá al monte del Eterno? ¿Y quién se levantará en el
lugar de Su sacralidad?”
(Salmos 24:3)
Nuevamente el salmista destaca el rasgo común que el Creador quiere que
compartamos con Él con el fin de vivir con Él, y es lo sagrado. El versículo
indica que el acercamiento a Dios es de hecho un proceso ascendente, a través
del cual nos liberamos de lo distinto u opuesto al bien que nos hace sagrados
ante Él.
En el bien no sólo ascendemos para elevar todos los niveles y dimensiones
de la conciencia sino que también nos levantamos a lo que Dios quiere que
vivamos en Su sacralidad. Esta no la podemos asimilar, concebir, discernir ni captar,
porque lo sagrado en Dios pertenece a una dimensión que únicamente podríamos
concebir una vez estemos en ella.
“Aquel que tenga las manos limpias y un corazón puro, que no hay tomado Mi
Nombre en vano y que no haya jurado falsamente. Este recibirá una bendición del
Eterno, y rectitud del Dios de su redención. Tal es la generación de quienes
lo buscan a Él, que buscan Tu presencia, Jacob, para siempre.” (24:4-6)
Estos versículos nos enseñan que el Creador asocia Su Nombre con lo limpio,
puro, verdadero y bueno. El rey David enfatiza una vez más que lo sagrado en el
bien sólo puede vivirse bajo el principio ético que implica. Esto quiere decir
que el bien no se compromete, combina, mezcla o cohabita con nada diferente de
sus modos, medios y atributos.
En el bien somos bendecidos y el Creador nos bendice con la rectitud
inherente al bien, que por definición es nuestra redención. Esta la entendemos como
el eterno estado de conciencia libre de las tendencias y rasgos negativos que
conllevan a vivir en la maldad.
La eterna libertad en el bien es la herencia de aquellos que lo procuran
como estilo de vida en la redención final prometida por Dios. Esta es la
herencia de los descendientes de Jacob que buscan vivir eternamente en el bien
del Creador.
“Me lavo las manos en inocencia para abarcar Tu altar, oh Eterno. Para oír
en la voz de gratitud y contar todas Tus maravillas. Eterno, yo amo la morada
de Tu casa; y el lugar, el templo de Tu
gloria.” (26:6-8)
El ascenso que mencionó anteriormente el rey David requiere inocencia,
también inherente al bien cuando rige todos los aspectos y expresiones de la
vida. Debemos lavar y limpiar nuestros pensamientos, emociones y sentimientos,
refinando al mismo tiempo nuestras pasiones e instintos con el fin de
convertirlos en vasijas para ser llenadas con el bien de los modos y atributos
de amor.
En el bien podemos habilitar nuestra conciencia para que abarque y abrace
el máximo bien representado por el “altar” de Dios. Este conocimiento nos
conduce a la gratitud que le debemos a nuestro Creador, y en esta conciencia
podremos captar Sus magníficas maravillas y la trascendencia de Su gloria.
En amor también exaltaremos el júbilo de morar eternamente en la casa de
Dios y Su gloria, como el supremo estado de conciencia para el cual vinimos a
este mundo con el propósito de cumplir el destino que Él quiere para nosotros
cuando elegimos vivir solamente en permanente conocimiento del bien.
El este próximo versículo que citamos, el salmista nos hace conscientes de
que ciertamente tal destino es el que deberíamos añorar y pedir a nuestro
Creador.
“Una cosa he pedido del Eterno, que habré de buscar después: que pueda
yo morar en la casa del Eterno todos los días de mi vida, para contemplar la dulzura
del Eterno y visitar Su templo.” (27:4)
Cuando llegamos a este conocimiento, solamente vivimos para añorar con
ardiente deseo existir eternamente junto a nuestro Creador. De ahí que oremos
constantemente para liberarnos de apegos, obsesiones y adicciones que nos
imponen fantasías e ilusiones de ego para impedirnos abrazar la libertad que sólo
el bien puede dar.
La lección que aprendemos de éstas es valorar y apreciar el bien como
libertad moral que refuerza nuestro discernimiento para dirigir nuestra mente,
pensamientos, emociones, sentimientos e instintos con la rectitud inherente al
bien.