“El Eterno
está en ella [Jerusalem], no será movida. El Eterno
ha de ayudarla, al llegar la mañana.” (Salmos 46:6)
Jerusalem es
el lugar elegido por Dios como Su morada en el mundo, que no moverá ni
cambiará. Hemos dicho que el Creador y Su morada son inherentes a sí mismos, lo
cual convierte a Jerusalem en incambiable como Él.
“El Eterno no
es un hombre, para que mienta; ni hijo de hombre, para que se arrepienta. ¿Él
ha dicho, y acaso no lo hará? O ha hablado, y no lo logrará?” (Números
23:19)
“Y tampoco
la preeminencia de Israel sea para mentir o cambiar, porque
Él no es un hombre para arrepentirse.” (I Samuel 15:29)
“Yo no profano
Mi pacto, y aquello que sale de Mis labios Yo no cambiaré.” (Salmos 89:34)
Así
entendemos que la unidad de Dios es inmutable, ya que esta cualidad la define
como completa, y lo completo no necesita adiciones ni sustracciones o cambio.
La segunda
parte del versículo se refiere a la revelación del Creador en Su prometida
redención final. En este sentido esta última se relaciona con iluminación similar
a “mañana” que ha de llegar, un nuevo día como un nuevo comienzo para la
conciencia humana.
Esta es la “ayuda” que la humanidad ha estado esperando
desde sus orígenes, para finalmente ver el advenimiento de una nueva vida en la
que no exista el mal.
“Grande es el Eterno y sumamente exaltado
en la ciudad de nuestro Dios, el monte de Su sacralidad.” (48:2)
Nuestros
Sabios relacionan la grandeza del Creador con Su infinita abundante amorosa
bondad, de la que surge toda existencia, ya que todo lo que existe emana del
bien proveniente de Él, y de nada más.
Este atributo divino se manifiesta en
todas sus dimensiones en Jerusalem, la cual también representa el más elevado
nivel de conciencia en el que nos compenetramos con Dios.
Tal como
hemos indicado antes, lo sagrado como conciencia libre de todo mal es la
precondición para ascender al próximo nivel donde nuestra compenetración con lo
sagrado en Dios habrá de conducirnos a una actitud ante la vida más elevada y
espiritualizada en este mundo.
“Hermosa a
la vista, el júbilo de toda la tierra [es] el monte Sión, las laderas
septentrionales, la ciudad del gran Rey.” (48:3)
Este
versículo habla de la impenetrable e indescriptible experiencia de vivir en,
con y por nuestro sagrado vínculo con el Creador, representado por el monte
Sión. Lo hermoso se vuelve una expresión del bien, ya que éste lo es en
cualquier forma, modo o dirección que manifieste, porque el bien lo abarca todo.