domingo, 11 de marzo de 2018

JERUSALEM EN EL LIBRO DE SALMOS (IV)


[Que el Eterno] Envíe tu ayuda desde el altar [lit. desde el sagrado], y [que Él] te sostenga desde Sión.” (Salmos 20:3)

Todo proviene de Dios y Él mantiene y sustenta Su creación, lo cual abarca la ayuda que podamos necesitar para vivir, especialmente cuando sea de acuerdo a Su voluntad.

En este versículo el rey David se refiere a un tipo de ayuda y apoyo que solamente puede venir de la sacralidad de Su presencia en este mundo, la cual mora en Su lugar elegido conocido como Sión.

En este sentido no damos cuenta que el Creador tiene múltiples formas de sostener Su creación, unas más sublimes que otras, y en este versículo vemos que es así.

Tenemos que ser sagrados para aproximarnos a la sacralidad de Dios. Esto requiere desapegarnos de tendencias y rasgos negativos derivados de una actitud egocéntrica ante la vida, y lo logramos abrazando los modos y atributos que son nuestro nexo con el Creador de todo.

Para ello necesitamos la ayuda que proviene precisamente del más elevado nivel de nuestra conciencia, también conocido como el altar del Santuario erigido en Sión.

Los versículos que siguen ponen en contexto la petición que hace el salmista al Creador.

“[Que el Eterno] Recuerde todas tus ofrendas por siempre. [Para] Otorgarte lo que tu corazón desea, y cumplir todos tus planes.” (20:4-5)

Las ofrendas que traemos al Templo de Jerusalén son encomendadas por Dios para que estemos siempre cerca de Él. Hemos mencionado que la raíz semántica en hebreo de “ofrenda” es la misma de “cercanía”. En esta última en verdad estamos redimidos de todo lo que impide nuestro completo bienestar, plenitud y autorrealización.

De ahí que nuestros deseos y planes deban estar dirigidos a perseguir sólo lo bueno en la vida como quiere Dios, para vivir Sus modos y atributos en este mundo.

“Sólo amorosa bondad y compasión me seguirán todos los días de mi vida, y yo viviré en la casa del Eterno para siempre [lit. por muchos largos días].” (23:6)

Con este versículo en paráfrasis entendemos que para vivir en la manifiesta presencia de Dios en Su casa, el Templo de Jerusalem, solamente amorosa bondad y compasión deben gobernar todos los aspectos y expresiones de la vida.

Los versículos anteriores en el capítulo (23) citado aquí se refieren a lo que acontece en nosotros cuando abrazamos los modos y atributos del Creador como principios y fundamentos éticos para vivir en este mundo.

El resultado es lo indicado en este versículo, como la culminación de vivir en pleno conocimiento del bien proveniente de nuestro Creador.

Del Prefacio del Libro

¿Por qué el Amor de Dios, como nuestro Creador, fue escondido por tanto tiempo? Nuestros Sabios místicos hebreos creen que fue ocultado por Sí Mismo para que nosotros lo busquemos, lo encontremos y lo revelemos. Pero, ¿por qué quisiera esconderse como en un juego de niños? No. Nosotros lo escondimos. Fuimos nosotros quienes no quisimos reconocer el Amor de Dios como nuestro Creador.(...) Reexaminemos nuestra memoria ancestral, intelecto, sentimientos, emociones y pasiones. Hagamos que despierten a nuestra verdadera Esencia, captemos la exquisita conciencia del Amor de Dios. La manera en la que está escrito este libro procura reafirmar y reiterar su propósito, por lo tanto presenta su mensaje y contenido en forma reiterativa. Esa es su meta para reinstaurar esta Verdad originalmente proclamada en nuestras Sagradas Escrituras, por nuestros Profetas y Sabios. Nuestro propósito es entronizar el Amor de Dios como nuestra Esencia y verdadera identidad en todas las dimensiones de la conciencia, para así cumplir Su Promesa de que Él habite entre nosotros para siempre.