“Hay sesenta reinas y ochenta concubinas, e
innumerables doncellas. Una es Mi paloma, Mi perfecta. Ella es una para su
madre, ella es pura como la que la dio a luz. Doncellas la vieron y la aclamaron,
reinas y concubinas, y ellas la elogiaron.” (Cantar de los Cantares 6:8-9)
El amor de Dios también añora el amor de Israel, y la
distingue entre las naciones (reinas, concubinas, e innumerables doncellas). Él
la exalta como la verdadera heredera de su madre Jerusalén, como el más elevado
nivel de nuestro conocimiento del amor de Dios.
La Torá que define la identidad de Israel, la presenta
a las naciones para que la respeten, aclamen y elogien por lo que ella es y por
lo que ella representa para la humanidad y el mundo. Este respeto, aclamación y
elogio serán completos en el advenimiento de la redención final, y rotundos en
la era mesiánica.
“¿Quién es ésta mirando como [si fuese] la mañana?
Hermosa como la luna, clara como el sol, inspirando reverencia como un ejército
con estandartes.” (6:10)
El Creador continúa elogiando a Israel como su nación
elegida para crearle a Él un lugar en el mundo material y morar entre nosotros.
Ella está destinada a ser luz para las naciones, tal clara como el sol en la
mañana, brillante y hermosa como la luna en la noche. Respandeciente como el
sol, reverenciada por el bien inherente a sus rasgos y cualidades, y sus
expresiones espirituales y materiales, imponentes como estandartes de la era
mesiánica.
“Yo he bajado al huerto de almendros para ver los
capullos del valle, para ver si la viña ha florecido, las granadas en flor.”
(6:11)
Dios también “baja” para evaluar cuánto las naciones y
la humanidad han aprendido de las contribuciones de Israel para hacer la vida
humana más agradable y feliz en el mundo. En este versículo el Creador se
refiere a Israel como Su huerto de almendros, viñas y granados para verla
florecer en su exilio entre las naciones.
El Creador conoce las cualidades, rasgos y tendencias
de la conciencia humana, porque la dotó con libre albedrío para elegir entre el
bien derivado de los modos y atributos de amor, o las expresiones negativas de
las fantasías e ilusiones materialistas de ego.
Hemos mencionado frecuentemente que verdaderamente
ejercemos libre albedrío siempre y cuando estemos adecuadamente informados
acerca de las decisiones que tomamos y sus efectos, resultados y consecuencias. Así
somos conscientes de que la vida es ciertamente un proceso de aprendizaje cuya
finalidad es ser, tener y manifestar el bien como único propósito de la
creación de Dios.
También asimilamos que el mal existe como referencia
para elegir el bien, y que la maldad es algo que podemos superar y eliminar de
nosotros y nuestro entorno. Uno de los versículos menos entendidos de la Torá
nos habla de ello.
“Porque el deseo del corazón del hombre es [hacer] el
mal desde su niñez.” (Génesis 8:21)
El contexto aquí de “niñez” se refiere a ignorancia,
inexperiencia, torpeza, necedad, incapacidad e inhabilidad. Estas como carencias
de conocimiento para tomar las decisiones correctas y asimilar plenamente la
dinámica de la conciencia humana en el mundo material.
Así entendemos la maldad como tendencia negativa
basada o generada por falta de juicio respecto a lo supuestamente correcto o
incorrecto. Sin embargo esto no podría aplicarse a quienes con pleno
conocimiento consideran el mal una opción y no una referencia, sin ver nada de
valor en el bien, a sabiendas de no poder vivir sin este.
Esto no significa que el hombre tenga la tendencia
natural de ser o hacer el mal desde su nacimiento o niñez, sino más bien a
tomar decisiones negativas basadas en inmadurez, falta de conocimiento o
información apropiada para ejercer con juicio su libre albedrío.
Este versículo es una admonición y advertencia directa
de que desde temprana edad debemos recibir y/o dar la mejor educación intelectual,
moral, ética, mental y emocional que la Torá nos encomienda adquirir para nosotros
mismos, nuestros hijos y los demás con el fin de hacer que el bien sea “el
deseo de nuestro corazón” desde el momento en que somos conscientes de la vida.
El bien entendido como nuestra esencia, verdadera
identidad y nexo común con nuestro Creador, y lo que estamos destinados ser
y hacer en el mundo. Así también entendemos por qué Dios creó al hombre a Su
imagen y semejanza.
Este es el fundamento de Su pacto con Israel como nexo
eterno de amor para cosechar “las viña florecida y las granadas en flor”, como
expresiones futuras del bien una vez entremos a los campos y jardines que nos
esperan en nuestra redención final. Así concebimos el bien como la luz a la que
se refieren la Torá y nuestros profetas.
“Yo, el Eterno, te he llamado en rectitud, y sostengo
en tu mano y te guardo, y te hago un pacto para el pueblo, y luz de las naciones.” (Isaías 42:6)
“Y Él dijo, ‘Ha
sido algo ligero que tú seas para Mí sirviente para elevar las tribus de Jacob,
y para hacer retornar al remanente de Israel. Y Yo te he dado a ti para luz de
las naciones, para ser Mi redención hasta los confines de la tierra’.” (Ibíd.
49:6)
“Naciones vendrán a
tu luz, y reyes al resplandor de tu amanecer.” (Ibíd. 60:3)
Israel es cercana a Dios y querida por Él, precisamente
por abrazar su misión de ser una luz para las naciones, porque ella ha sido encomendada
a crear un lugar en el mundo donde Él more entre (en) nosotros.
“Y ellos han hecho para Mí un santuario, y he morado
entre [en] ellos.” (Éxodo 25:8)