La
descripción de pureza e impureza continúa en Ajarei-Kedoshim ya
que es relevante en la Torá contextualizar sus aspectos y todos sus
mensajes, y el énfasis está tanto en evitar lo impuro en todos los
niveles de conciencia como en procurar la pureza como el medio para
mantenernos cerca del Creador.
Esto otra vez es reiterado al comienzo de Kedoshim.
“Habla a toda la congregación de los hijos de Israel y diles a ellos, 'Vosotros seréis sagrados, porque Yo, el Eterno vuestro Dios, soy sagrado'.” (Levítico 19:2)
Esta es la premisa y precedente para la segunda mención en la Torá de los Diez Mandamientos (ver en este blog nuestros comentarios sobre la parshat Kedoshim en 2010 y 2011).
Sabemos que los 248 Mandamientos positivos y los 365 negativos de la Torá tienen como propósito purificarnos y limpiarnos en nuestro tránsito por el mundo material. De ahí que debamos evaluar constantemente la naturaleza de nuestra realidad o realidades individuales, lo que abarcan, su origen y su fin. Así sacamos las conclusiones respecto a lo que consideramos positivo y negativo en nuestra vida.
Hemos dicho innumerables veces en este blog que nuestro predicamento en el mundo material es ejercer el libre albedrío ante lo falso y lo verdadero, útil e inútil, positivo y negativo, etc. También dijimos que el discernimiento es una condición obligada para para verdaderamente poder elegir entre verdad e ilusión.
En este conocimiento podemos ser capaces de asimilar lo que la Torá nos dice en torno a lo puro e impuro, y también nos instruye a hacerlo con relación a nuestros congéneres. Nuestros Sabios dedicaron una buena parte de sus vidas para enseñarnos cómo conducirnos ante el prójimo y nuestro entorno inmediato. Estas son las circunstancias en las que observamos no sólo los Diez Mandamientos, sino todos los Mandamientos de la Torá.
Debemos entender la santidad de nuestro Creador con relación a lo que es sagrado en nosotros. Proclamar que Él es nuestro Dios no es un asunto unilateral. Esta es una de las razones que en hebreo el verbo rezar sea reflexivo, y no una expresión activa o pasiva. Se trata de algo que hacemos con nosotros mismos y para nosotros, por nuestro beneficio.
Esta acción requiere una actitud concienzuda y sensata en relación con nuestro Creador, y quiere decir que en nuestro rezo estamos juntos como Uno con Él. En este sentido, el Primer Mandamiento del Decálogo es no sólo referente a Dios sino acerca de nuestra conexión con Él que nos sacó de Egipto, la casa de esclavitud.
Dios es el Creador de todo, que por Su Amor nos redime de lo que nos mantiene atados y cautivos a aquello que niega, oprime, explota y denigra lo que realmente somos. Nuestro Dios Se define para nosotros en Su Primer Mandamiento, no como un Dios abstracto para Su pueblo, ya que nos dice en Su Torá cómo conocerlo mediante Sus obras, modos y atributos: Él es nuestro único Redentor, y nos muestra cómo lo hace. Él no es solamente nuestro Dios, Él es quien nos libera de todos los cautiverios y exilios.
Dios, el Creador de todo, es único y por tanto no hay espacio en nuestra conciencia para atrevernos a concebir “otros dioses”, y ello incluye “ídolos por los cuales os desviáis”. Hemos dicho que la raíz semántica hebrea de la palabra “ídolos” también significa moldes en el sentido de máscaras, y de ahí aprendemos que las máscaras como moldes adoptados para pensar, sentir, hablar y actuar, simplemente representan lo que en esencia no somos.
Dicho de otro modo, el Segundo Mandamiento de no tener ídolos o dioses quiere decir que nuestra identidad se define a partir de nuestra relación con el único y exclusivo Dios, como lo proclama el Primer Mandamiento. Esto implica que aquello diferente a Sus modos y atributos debe ser rechazado por nosotros.
En este sentido los ídolos son todo aquello que consideramos, creemos, suponemos o sentimos que son superiores a nosotros y por lo tanto merecen ser seguidos, reverenciados y hasta temidos. Este predicamento es precisamente nuestro mayor problema, ya que esa mentalidad es la causante de nuestro aislamiento, dolor, sufrimiento, y caída.
Para liberarnos de tal predicamento tenemos que volver a recurrir al discernimiento e identificar plenamente la naturaleza de nuestros “ídolos”, las adicciones a fantasías e ilusiones creadas ya sea por ignorancia o por el mero deseo materialista de ego. ¿Es acaso glamour, moda, sofisticación, pretensión, arrogancia, lujuria, ambición, desvergüenza, indolencia, avaricia y sus derivados? Y de ser así, ¿de dónde surgieron? ¿Acaso de una impresión o sentimiento de carencia? ¿O de deseos descontrolados? Y de ser así, ¿acaso son parte de quienes realmente somos, de nuestra verdadera Esencia e identidad? ¿Qué salió mal que nos desvió de nuestro exclusivo Dios y único Redentor? ¿Es acaso el establecimiento social, ideológico y cultural el que nos dicta quiénes somos, lo que pensamos, sentimos, deseamos, decimos y actuamos, al igual que lo hacen las escuelas y universidades que nos educan? Tiene que estar por ahí en algún lado, ya que nada de eso está en la Torá ni en los modos y atributos del Creador.
En ese estado de cosas es donde debemos discernir acerca de lo limpio y lo inmundo, lo sagrado y lo profano. En este discernimiento de hecho entendemos lo que significa “Seréis sagrados porque Yo, el Eterno vuestro Dios, soy sagrado”. Es así como finalmente asimilamos aquello de que “Dios los creó en Su imagen y semejanza”, porque Sus obras, modos y atributos son tal imagen y semejanza que estamos destinados a ser, tener y manifestar mientras seamos plenamente conscientes de que el Eterno es nuestro Dios.
En este conocimiento nos damos cuenta de lo que significa ser sagrados. De ahí que el Mandamiento de ser sagrados preceda a los Diez Mandamientos como la premisa obvia para afrontar nuestra conexión con Dios en general, y nuestra relación con el prójimo en particular. En todo esto conocemos la santidad del Amor de Dios y Sus caminos y atributos, y nuestro Amor por Él y por nuestros congéneres como la manifestación de Su Amor en el mundo material.
Dios nos creó como emanación de Su Amor, y a través de Su Amor podemos emular sus modos y atributos como están descritos en la Torá. Así nos hacemos conscientes de la santidad de Su Amor y nuestro Amor, y así comprendemos que Él es nuestro Dios que nos sacó de Egipto, la casa de esclavitud, porque Él nos ama. En Su Amor también nos dice que aquello distinto a Sus modos y atributos son ídolos con los que negamos Amor como nuestro nexo común con Él.
En este nexo no tomamos Su Nombre en vano, guardamos el Shabat, honramos a nuestros padres y madres, no asesinamos, no robamos, no damos falso testimonio, no codiciamos y seguimos los demás Mandamientos de la Torá con la misma santidad.
Esta realización es la que representa Jerusalén como el mayor conocimiento de nuestro nexo con el Creador, y es por ello que tenemos que reconstruir nuestra conciencia a partir de Su Amor, tal como está escrito.
“En ese día Yo levantaré la cabaña caída de [el rey] David, Yo restauraré sus ramas y erigiré sus ruinas, y Yo la reconstruiré como en los días de antaño, para que ellos [los hijos de Israel] conquisten los vestigios de Edom y todas las naciones, porque Mi Nombre está sobre ellos; las palabras del Eterno que trae esto.” (Amos 9:11-12)
De ahí que dejemos que sean Sus modos y atributos los cimientos y conductores de todos los niveles de conciencia, nuestra cabaña. En el conocimiento de Su Amor como nuestra Esencia e identidad tenemos la fortaleza para conquistar y rectificar los aspectos negativos remanentes en nuestra conciencia (Edom y las naciones). Así es como sabemos que Su Nombre, Su Amor, está sobre nosotros como lo que somos. Es así como somos sagrados, porque Dios es sagrado.
Esto otra vez es reiterado al comienzo de Kedoshim.
“Habla a toda la congregación de los hijos de Israel y diles a ellos, 'Vosotros seréis sagrados, porque Yo, el Eterno vuestro Dios, soy sagrado'.” (Levítico 19:2)
Esta es la premisa y precedente para la segunda mención en la Torá de los Diez Mandamientos (ver en este blog nuestros comentarios sobre la parshat Kedoshim en 2010 y 2011).
Sabemos que los 248 Mandamientos positivos y los 365 negativos de la Torá tienen como propósito purificarnos y limpiarnos en nuestro tránsito por el mundo material. De ahí que debamos evaluar constantemente la naturaleza de nuestra realidad o realidades individuales, lo que abarcan, su origen y su fin. Así sacamos las conclusiones respecto a lo que consideramos positivo y negativo en nuestra vida.
Hemos dicho innumerables veces en este blog que nuestro predicamento en el mundo material es ejercer el libre albedrío ante lo falso y lo verdadero, útil e inútil, positivo y negativo, etc. También dijimos que el discernimiento es una condición obligada para para verdaderamente poder elegir entre verdad e ilusión.
En este conocimiento podemos ser capaces de asimilar lo que la Torá nos dice en torno a lo puro e impuro, y también nos instruye a hacerlo con relación a nuestros congéneres. Nuestros Sabios dedicaron una buena parte de sus vidas para enseñarnos cómo conducirnos ante el prójimo y nuestro entorno inmediato. Estas son las circunstancias en las que observamos no sólo los Diez Mandamientos, sino todos los Mandamientos de la Torá.
Debemos entender la santidad de nuestro Creador con relación a lo que es sagrado en nosotros. Proclamar que Él es nuestro Dios no es un asunto unilateral. Esta es una de las razones que en hebreo el verbo rezar sea reflexivo, y no una expresión activa o pasiva. Se trata de algo que hacemos con nosotros mismos y para nosotros, por nuestro beneficio.
Esta acción requiere una actitud concienzuda y sensata en relación con nuestro Creador, y quiere decir que en nuestro rezo estamos juntos como Uno con Él. En este sentido, el Primer Mandamiento del Decálogo es no sólo referente a Dios sino acerca de nuestra conexión con Él que nos sacó de Egipto, la casa de esclavitud.
Dios es el Creador de todo, que por Su Amor nos redime de lo que nos mantiene atados y cautivos a aquello que niega, oprime, explota y denigra lo que realmente somos. Nuestro Dios Se define para nosotros en Su Primer Mandamiento, no como un Dios abstracto para Su pueblo, ya que nos dice en Su Torá cómo conocerlo mediante Sus obras, modos y atributos: Él es nuestro único Redentor, y nos muestra cómo lo hace. Él no es solamente nuestro Dios, Él es quien nos libera de todos los cautiverios y exilios.
Dios, el Creador de todo, es único y por tanto no hay espacio en nuestra conciencia para atrevernos a concebir “otros dioses”, y ello incluye “ídolos por los cuales os desviáis”. Hemos dicho que la raíz semántica hebrea de la palabra “ídolos” también significa moldes en el sentido de máscaras, y de ahí aprendemos que las máscaras como moldes adoptados para pensar, sentir, hablar y actuar, simplemente representan lo que en esencia no somos.
Dicho de otro modo, el Segundo Mandamiento de no tener ídolos o dioses quiere decir que nuestra identidad se define a partir de nuestra relación con el único y exclusivo Dios, como lo proclama el Primer Mandamiento. Esto implica que aquello diferente a Sus modos y atributos debe ser rechazado por nosotros.
En este sentido los ídolos son todo aquello que consideramos, creemos, suponemos o sentimos que son superiores a nosotros y por lo tanto merecen ser seguidos, reverenciados y hasta temidos. Este predicamento es precisamente nuestro mayor problema, ya que esa mentalidad es la causante de nuestro aislamiento, dolor, sufrimiento, y caída.
Para liberarnos de tal predicamento tenemos que volver a recurrir al discernimiento e identificar plenamente la naturaleza de nuestros “ídolos”, las adicciones a fantasías e ilusiones creadas ya sea por ignorancia o por el mero deseo materialista de ego. ¿Es acaso glamour, moda, sofisticación, pretensión, arrogancia, lujuria, ambición, desvergüenza, indolencia, avaricia y sus derivados? Y de ser así, ¿de dónde surgieron? ¿Acaso de una impresión o sentimiento de carencia? ¿O de deseos descontrolados? Y de ser así, ¿acaso son parte de quienes realmente somos, de nuestra verdadera Esencia e identidad? ¿Qué salió mal que nos desvió de nuestro exclusivo Dios y único Redentor? ¿Es acaso el establecimiento social, ideológico y cultural el que nos dicta quiénes somos, lo que pensamos, sentimos, deseamos, decimos y actuamos, al igual que lo hacen las escuelas y universidades que nos educan? Tiene que estar por ahí en algún lado, ya que nada de eso está en la Torá ni en los modos y atributos del Creador.
En ese estado de cosas es donde debemos discernir acerca de lo limpio y lo inmundo, lo sagrado y lo profano. En este discernimiento de hecho entendemos lo que significa “Seréis sagrados porque Yo, el Eterno vuestro Dios, soy sagrado”. Es así como finalmente asimilamos aquello de que “Dios los creó en Su imagen y semejanza”, porque Sus obras, modos y atributos son tal imagen y semejanza que estamos destinados a ser, tener y manifestar mientras seamos plenamente conscientes de que el Eterno es nuestro Dios.
En este conocimiento nos damos cuenta de lo que significa ser sagrados. De ahí que el Mandamiento de ser sagrados preceda a los Diez Mandamientos como la premisa obvia para afrontar nuestra conexión con Dios en general, y nuestra relación con el prójimo en particular. En todo esto conocemos la santidad del Amor de Dios y Sus caminos y atributos, y nuestro Amor por Él y por nuestros congéneres como la manifestación de Su Amor en el mundo material.
Dios nos creó como emanación de Su Amor, y a través de Su Amor podemos emular sus modos y atributos como están descritos en la Torá. Así nos hacemos conscientes de la santidad de Su Amor y nuestro Amor, y así comprendemos que Él es nuestro Dios que nos sacó de Egipto, la casa de esclavitud, porque Él nos ama. En Su Amor también nos dice que aquello distinto a Sus modos y atributos son ídolos con los que negamos Amor como nuestro nexo común con Él.
En este nexo no tomamos Su Nombre en vano, guardamos el Shabat, honramos a nuestros padres y madres, no asesinamos, no robamos, no damos falso testimonio, no codiciamos y seguimos los demás Mandamientos de la Torá con la misma santidad.
Esta realización es la que representa Jerusalén como el mayor conocimiento de nuestro nexo con el Creador, y es por ello que tenemos que reconstruir nuestra conciencia a partir de Su Amor, tal como está escrito.
“En ese día Yo levantaré la cabaña caída de [el rey] David, Yo restauraré sus ramas y erigiré sus ruinas, y Yo la reconstruiré como en los días de antaño, para que ellos [los hijos de Israel] conquisten los vestigios de Edom y todas las naciones, porque Mi Nombre está sobre ellos; las palabras del Eterno que trae esto.” (Amos 9:11-12)
De ahí que dejemos que sean Sus modos y atributos los cimientos y conductores de todos los niveles de conciencia, nuestra cabaña. En el conocimiento de Su Amor como nuestra Esencia e identidad tenemos la fortaleza para conquistar y rectificar los aspectos negativos remanentes en nuestra conciencia (Edom y las naciones). Así es como sabemos que Su Nombre, Su Amor, está sobre nosotros como lo que somos. Es así como somos sagrados, porque Dios es sagrado.