“Bendito es el Eterno desde Sión, que mora
en Jerusalén; alabad al Eterno.” (Salmos 135:21)
Otra vez el salmista proclama la presencia
del Creador en Jerusalén; y lo bendice, por ser la fuente de todas las
bendiciones. Por ello lo alabamos y exaltamos siempre.
“Por los ríos de Babilonia, ahí nos
asentamos y también lloramos cuando recordamos a Sión.” (137:1)
En profecía, el rey David evoca el
futuro exilio de su pueblo Israel en Babilonia, donde lamentarían su separación
de la casa de Dios, recordando lo que tenían y perdieron. En su doloroso
lamento no perderían la esperanza de retornar al nexo que habrán de recuperar
para la eternidad, en su redención final y la era mesiánica.
“Porque allá [en Babilonia], nuestros
captores nos pedían palabras de canción, con nuestras liras jubilosas. ‘Cántennos
las canciones de Sión’.” (137:3)
Los captores de Israel conocen las
cualidades inherentes a la espiritualidad de sus cautivos. Las naciones las
pueden reconocer en las alabanzas que el pueblo escogido canta a su Dios. Saben
que estas canciones son un bálsamo armonizador de pensamientos, emociones y
sentimientos, el bien que todas naciones codician para someterlo a sus obsesiones,
apegos y adicciones.
A fin de cuentas, en la redención final
de Israel ellas apreciarán el bien dentro de sus parámetros éticos y morales,
dirigidos a elevar la dignidad que deben a la condición humana en este mundo. El
hecho de que reconozcan la belleza de las “canciones de Sión” es un primer paso.
Luego habrán de abrazar la esencia que
hace de estas alabanzas lo que son. Las “canciones” que Israel entona en Sión
no son otra cosa que la exaltación de los rasgos y atributos del Creador,
cuando se manifiestan en la vida haciéndola una exaltación de Su amor.
“¿Cómo cantaremos la canción del Eterno
en suelo ajeno? Si te olvido, oh Jerusalén, que mi brazo derecho pierda su
destreza. Que mi lengua se pegue a mi paladar si no te recuerdo; si no tengo a
Jerusalén por encima de mi mayor alegría.” (137:4-6)
La canción de Dios es la misma de
Israel, por ello debe ser cantada entre ambos, y con nadie más; tampoco en un
suelo que no sea el de Su casa. En nombre de los hijos de Israel, el rey David
evoca la aberración de pretender compenetrarse con el amor de Dios fuera de Su
Tierra Prometida, Jerusalén, y el Templo, lugar de Su morada. Este nexo es llamado
aquí la “canción” de Dios.
Olvidar a
Jerusalén equivale a olvidar a nuestro Creador. Igual vivir sin el bien,
simbolizado por la “destreza” del brazo derecho. Lo mismo ocurriría con nuestra
expresión oral, porque sin el bien del Creador en nuestros pensamientos, las
palabras carecerían de significado. Jerusalén es la máxima alegría, porque Su amor
mora en ella.