domingo, 2 de septiembre de 2018

JERUSALEM EN EL LIBRO DE SALMOS (XXIX)


“Bendito es el Eterno desde Sión, que mora en Jerusalén; alabad al Eterno.” (Salmos 135:21)

Otra vez el salmista proclama la presencia del Creador en Jerusalén; y lo bendice, por ser la fuente de todas las bendiciones. Por ello lo alabamos y exaltamos siempre.

“Por los ríos de Babilonia, ahí nos asentamos y también lloramos cuando recordamos a Sión.” (137:1)

En profecía, el rey David evoca el futuro exilio de su pueblo Israel en Babilonia, donde lamentarían su separación de la casa de Dios, recordando lo que tenían y perdieron. En su doloroso lamento no perderían la esperanza de retornar al nexo que habrán de recuperar para la eternidad, en su redención final y la era mesiánica.

“Porque allá [en Babilonia], nuestros captores nos pedían palabras de canción, con nuestras liras jubilosas. ‘Cántennos las canciones de Sión’.” (137:3)

Los captores de Israel conocen las cualidades inherentes a la espiritualidad de sus cautivos. Las naciones las pueden reconocer en las alabanzas que el pueblo escogido canta a su Dios. Saben que estas canciones son un bálsamo armonizador de pensamientos, emociones y sentimientos, el bien que todas naciones codician para someterlo a sus obsesiones, apegos y adicciones.

A fin de cuentas, en la redención final de Israel ellas apreciarán el bien dentro de sus parámetros éticos y morales, dirigidos a elevar la dignidad que deben a la condición humana en este mundo. El hecho de que reconozcan la belleza de las “canciones de Sión” es un primer paso.

Luego habrán de abrazar la esencia que hace de estas alabanzas lo que son. Las “canciones” que Israel entona en Sión no son otra cosa que la exaltación de los rasgos y atributos del Creador, cuando se manifiestan en la vida haciéndola una exaltación de Su amor.

“¿Cómo cantaremos la canción del Eterno en suelo ajeno? Si te olvido, oh Jerusalén, que mi brazo derecho pierda su destreza. Que mi lengua se pegue a mi paladar si no te recuerdo; si no tengo a Jerusalén por encima de mi mayor alegría.” (137:4-6)

La canción de Dios es la misma de Israel, por ello debe ser cantada entre ambos, y con nadie más; tampoco en un suelo que no sea el de Su casa. En nombre de los hijos de Israel, el rey David evoca la aberración de pretender compenetrarse con el amor de Dios fuera de Su Tierra Prometida, Jerusalén, y el Templo, lugar de Su morada. Este nexo es llamado aquí la “canción” de Dios.

Olvidar a Jerusalén equivale a olvidar a nuestro Creador. Igual vivir sin el bien, simbolizado por la “destreza” del brazo derecho. Lo mismo ocurriría con nuestra expresión oral, porque sin el bien del Creador en nuestros pensamientos, las palabras carecerían de significado. Jerusalén es la máxima alegría, porque Su amor mora en ella.

Del Prefacio del Libro

¿Por qué el Amor de Dios, como nuestro Creador, fue escondido por tanto tiempo? Nuestros Sabios místicos hebreos creen que fue ocultado por Sí Mismo para que nosotros lo busquemos, lo encontremos y lo revelemos. Pero, ¿por qué quisiera esconderse como en un juego de niños? No. Nosotros lo escondimos. Fuimos nosotros quienes no quisimos reconocer el Amor de Dios como nuestro Creador.(...) Reexaminemos nuestra memoria ancestral, intelecto, sentimientos, emociones y pasiones. Hagamos que despierten a nuestra verdadera Esencia, captemos la exquisita conciencia del Amor de Dios. La manera en la que está escrito este libro procura reafirmar y reiterar su propósito, por lo tanto presenta su mensaje y contenido en forma reiterativa. Esa es su meta para reinstaurar esta Verdad originalmente proclamada en nuestras Sagradas Escrituras, por nuestros Profetas y Sabios. Nuestro propósito es entronizar el Amor de Dios como nuestra Esencia y verdadera identidad en todas las dimensiones de la conciencia, para así cumplir Su Promesa de que Él habite entre nosotros para siempre.