“Recuerda, oh Eterno, contra los hijos
de Edom el día de Jerusalén; que dicen, ‘Arrásala, arrásala, desde sus
cimientos’.” (Salmos
137:7)
El salmista conoce muy bien los enemigos
de Jerusalén, hijos de las naciones paganas descendientes de Esaú/Edom. Representan
los más bajos pensamientos, emociones, sentimientos, pasiones e instintos, que
hacen del bien su presa para satisfacer insaciables fantasías e ilusiones
materialistas.
Luchan para imponer el reinado de la maldad y la destrucción de
la dignidad humana, haciendo que el bien esté sometido al mal. Aquí el “día de
Jerusalén” se refiere a la redención final del pueblo judío y el día del
comienzo de la era mesiánica.
“Me inclino hacia Tu sacralidad [Templo],
y doy gracias a Tu Nombre, por Tu amorosa bondad y por Tu verdad. Porque Tú has
engrandecido Tu promesa por encima de todo Tu Nombre. En el día en que he
llamado, Tú me has respondido. Tú me has animado en mi alma con fortaleza.” (138:2-3)
La prometida redención final del Creador
para hacer que el bien reine y prevalezca en el mundo material, es evocada de nuevo
hasta el extremo que el salmista la llama más grande que Su Nombre.
Esta es una
alegoría de la grandeza del bien proveniente de Dios, que será totalmente revelado
en la era mesiánica; y será aún mayor que la que hemos conocido hasta ahora, la
cual es Su Nombre.
Él oye la plegaria de David y le
responde, con la certeza que lo anima a vivir con el alma fortalecida para la
era mesiánica, cuando veremos la magnificencia de un bien que está más allá de
nuestra actual comprensión. Al ser el pueblo judío heredero de esa promesa
divina, el salmista exalta esta sublime realidad.
“Dichoso el pueblo cuyo destino es éste,
dichoso el pueblo cuyo Dios es el Eterno.” (144:15)
Así se resume
el origen, esencia, propósito y destino de Israel, con las palabras exactas y
su significado exacto. En este conocimiento, solamente tenemos palabras de
agradecimiento y alabanza, también pronunciados en el siguiente versículo.