Una
de las más profundas declaraciones de Abraham plasmadas en la Torá
es "Yo soy un extranjero y un residente con vosotros"
(Génesis 23:4) y tenemos que entenderla, no sólo como una muestra
de la humildad de Abraham hacia sus vecinos, sino como una
caracterización del judío basada en su relación con el Creador y
respecto al mundo material. Nuestra identidad como judíos está
ampliamente definida en la Torá como el Pueblo Elegido, y los
vecinos de Abraham le reconocieron como la simiente de una gran
nación cuya misión es ser el Pueblo del Eterno: "Escúchanos,
mi señor: Tú eres un príncipe del Eterno entre nosotros"
(23:6)
Debemos
asumir nuestra identidad, no sólo como una definición del
Testimonio más importante jamás escrito sino como un significado
para nosotros como judíos. Tanto "extranjero"
como "residente" son términos que parecen complementarse
en lo referente a vivir o habitar en un lugar particular, pero
debemos verlos en relación con nuestra identidad,
definida de acuerdo a nuestro nexo con el Creador. Este nexo
consecuentemente nos hace extranjeros en cualquier lugar donde la
Presencia Divina todavía no haya sido totalmente revelada. Somos
extranjeros en el sentido de que el Creador nos confía y encomienda
construir un lugar para que Él habite en el mundo material. Cumplir
Su Mandamiento implica que primero debemos convertirnos en residentes
del mundo para poder cumplir nuestra misión.
Como
el primer hebreo, Abraham fue reconocido por las naciones vecinas
como el hombre que estaba con el Eterno entre aquellas.
Este reconocimiento es esencial para poder asimilar la identidad
judía. Nosotros sabemos que somos el Pueblo del Eterno, no sólo
porque lo diga la Torá sino porque desde nuestros orígenes las
naciones lo reconocieron. Sabían que somos extranjeros y residentes
con ellos porque ante de todo somos los emisarios del Eterno para
ellos. Suena como que podemos habitar en la tierra siempre y cuando
sigamos siendo el Pueblo del Eterno ante los ojos de las naciones. En
este predicamento nos vemos abocados a reflexionar concienzudamente
en la esencia de la identidad judía.
De
hecho somos (como también lo son el resto de los mortales no judíos)
residentes temporales en este mundo, pero lo que nos
hace "diferentes" es nuestra misión de ser Luz para las
naciones, una Nación sagrada porque el Eterno es sagrado, y una
Nación de sacerdotes que con sus acciones santifican Su Nombre.
Nuestro lugar es con el Eterno, y esto también
significa que dondequiera que estemos nuestras vidas están
encomendadas a cumplir Su voluntad. Lo logramos haciendo que el mundo
sea un mejor lugar para todos, de acuerdo a lo que la Torá nos
instruye a seguir. Para esa misión el Eterno nos da la Tierra
Prometida. Podemos ser extranjeros y residentes con otras naciones,
pero tenemos una Tierra asignada a nosotros. En ella podemos
desarrollar todo el potencial de nuestra identidad para cumplir la
misión que el el Creador nos encomienda.
Hemos
indicado en comentarios anteriores que la Tierra Prometida, además
de ser un espacio geográfico específico conocido como la Tierra de
Israel, representa el conocimiento individual y colectivo de nuestro
nexo con el Eterno que nos dio ese territorio. Poseerla es la
consecuencia directa de ejercer nuestra identidad de judíos. La Torá
afirma este principio, y también nos advierte innumerables veces
sobre las consecuencias de perder o despreciar nuestra conexión con
el Creador mediante las decisiones que tomamos con libre albedrío.
Nuestra
condición de extranjeros y residentes entre las naciones también
quiere decir que no nos convertimos en parte de ellas y sus
costumbres, ya que nuestros principios están definidos por nuestra
relación con Dios. También hemos señalado que las naciones
cananeas representan cualidades y rasgos negativos que tenemos que
conquistar, derrotar y subyugar para poder asentarnos en la Tierra
Prometida. La Torá y los Mandamientos del Creador son los modos y
medios de superar los aspectos potencialmente negativos de la
conciencia. Cuando logramos ese cometido podemos vivir en pleno
conocimiento del Amor de Dios, y por lo tanto vivir en esa Tierra
Prometida aquí en el mundo material.
Nuestro
destino está al lado del Creador y vemos nuestro tránsito por el
mundo como el tiempo para realizar el Pacto con Él. Aunque sepamos
que nuestro destino espiritual es vivir con Él, también sabemos que
nuestras vidas en el mundo están unidas a la misión de revelar Su
Presencia y proclamar Su Gloria. Esto lo hacemos eliminando las
ilusiones y fantasías de los deseos materialistas de ego, junto con
los rasgos negativos que han mantenido a la humanidad en las
tinieblas.
Ciertamente
somos forasteros y extraños en las tierras de lo negativo que puede
haber en pensamientos, emociones, sentimientos, pasiones e instintos.
Pero estos también pueden reconocer las bendiciones y cualidades que
andan tomadas de la mano del Amor de Dios. Como judíos, los Abraham
de hoy, debemos manifestar nuestra identidad como emisarios del Amor
de Dios. Así despertaremos a los demás al conocimiento de los
caminos y atributos de Amor, en medio de las ilusiones materiales, y
habremos cumplido nuestro destino como el Pueblo de Dios.