"Y acontecerá en el final de los días, que la montaña de la casa del Eterno será establecida como la cabeza de las montañas, y será exaltada por sobre las colinas; y las naciones correrán hacia ella." (2:2)
Esta declaración es emblemática de la Redención Final y la Era Mesiánica. Podemos entender "el final de los días" de dos maneras. Podemos verlo como el final de la conciencia humana fraccionada, atrapada en la opresión de las ilusiones materialistas de ego, en las que hemos vivido millares de años. También como los infinitos días "finales" que viviremos eternamente conociendo la Presencia Eterna de lo Divino. El tiempo y lugar multidimensionales -- donde el final de los días acontece -- tienen un punto focal, tanto en la conciencia como en el mundo material, llamado Sión, donde se erige el Templo de Jerusalén.
Nuestras Escrituras Hebreas se refieren a este como la montaña del Eterno, la casa de Dios, Luz, el monte Moriáh (lit. de la Luz de Dios). Abraham nuestro padre lo llamaba "Dios Se aparecerá" (que también quiere decir en hebreo Dios verá), y Jacob lo llamó la casa de Dios (Bet El). Este lugar está rodeado por una ciudad llamada Yierushalayim ([Dios] verá paz, la paz [de Dios] se aparecerá). Todos juntos, la montaña del Eterno, Sión, Jerusalén y su Templo, son parte de este punto focal.
Los significados de cada uno se complementan entre sí. La montaña del Eterno es el lugar de Dios en el mundo, y tengamos en cuenta que nuestros Sabios dicen que "Dios es el lugar del mundo, y el mundo no es el lugar de Dios." (Bereshit Rabá 68:9). Así comprendemos que la montaña del Eterno es el punto que conecta el mundo con su Creador. Esta proclamación de nuestra tradición destaca que nuestro lugar es Dios. De ahí se explica que uno de Sus Nombres en hebreo es HaMakom, El Lugar.
Los significados de cada uno se complementan entre sí. La montaña del Eterno es el lugar de Dios en el mundo, y tengamos en cuenta que nuestros Sabios dicen que "Dios es el lugar del mundo, y el mundo no es el lugar de Dios." (Bereshit Rabá 68:9). Así comprendemos que la montaña del Eterno es el punto que conecta el mundo con su Creador. Esta proclamación de nuestra tradición destaca que nuestro lugar es Dios. De ahí se explica que uno de Sus Nombres en hebreo es HaMakom, El Lugar.
Como forma humana del mundo procuramos extendernos a nuestro Creador, porque venimos de Él y le pertenecemos: Dios es nuestro lugar porque Él es El Lugar. En un significado más profundo aprendemos que, considerando que Dios es nuestro lugar, nos sentimos urgidos a conocer también Su lugar. Como un proceso de aprendizaje para asimilar nuestra Esencia y verdadera identidad, debemos conocer nuestro Creador. Conociéndolo mediante Sus caminos y atributos llegamos a realizar nuestro nexo común con Él. Este es el principio del destino eterno de conocer a Dios, lo que aquí llamamos la Conciencia Mesiánica.
Este conocimiento como nuestra conexión permanente con Dios es la máxima de todas las sabidurías. Aquello que hemos aprendido en la vida está subordinado a esta conexión, porque es la cabeza de las montañas y colinas que simbolizan principios, creencias, ideologías, filosofías, ciencias, ideas y valores, a través de los cuales pensamos, hablamos y actuamos. En este sentido las "naciones" representan cualidades emocionales que imprimimos en las "montañas" y "colinas" a las que nos acabamos de referir. Juntas todas corren a la montaña del Eterno para servirle a esta.
"Y muchos pueblos irán y dirán: 'Venid vosotros, vayamos y subamos a la montaña del Eterno, a la casa del Dios de Jacob; y Él nos enseñará de Sus caminos, y caminaremos en Sus senderos'. Porque de Sión saldrá la Torá, y la palabra del Eterno de Jerusalén." (2:3)
Las naciones al igual que los pueblos representan aspectos emocionales y niveles de la conciencia usualmente seducidos por fantasías e ilusiones de ego, e impregnados con sus tendencias negativas. En la Redención Final todos los aspectos, niveles y dimensiones de la vida estarán unidos y dirigidos por nuestro nexo permanente con el Creador -- la casa del Dios de Jacob --, para conocerlo al asimilar Sus caminos y andar en Sus senderos. Esto es Sión, nuestra conexión con Él y de donde Su conocimiento es revelado a nosotros. Este conocimiento ciertamente es Su instrucción, Su Torá, la palabra que emana de Jerusalén.
Nuestros Sabios también interpretan esta declaración, señalando que Jacob (Israel) enseña a las naciones y pueblos los modos del Creador para que anden en Sus caminos. Sión, Jerusalén, la Tierra Prometida y la Torá pertenecen a Israel. La Torá fue dada a Israel como herencia eterna: "Moisés nos encomendó la Torá, una herencia para la congregación de Jacob." (Deuteronomio 33:4).
Así nosotros, el pueblo hebreo, estamos investidos con el privilegio, el derecho y la obligación de enseñar la Torá a las naciones. Cuando estas cumplan el contenido de este versículo (Isaías 2:3) por su propio albedrío y acuerdo vendrán a Jerusalén a aprender de nosotros. Conduciremos a las naciones y pueblos hacia la Conciencia Mesiánica para hacerlos también parte del conocimiento infinito del Creador.
Así nosotros, el pueblo hebreo, estamos investidos con el privilegio, el derecho y la obligación de enseñar la Torá a las naciones. Cuando estas cumplan el contenido de este versículo (Isaías 2:3) por su propio albedrío y acuerdo vendrán a Jerusalén a aprender de nosotros. Conduciremos a las naciones y pueblos hacia la Conciencia Mesiánica para hacerlos también parte del conocimiento infinito del Creador.
Tenemos que destacar otra vez que Jerusalén es la ciudad, el principio fundamental en el que se erige nuestra conexión permanente con Dios, el Templo. Este principio no sólo sostiene esta conexión sino que la alimenta, y este principio rector es Amor. Continuamente citamos a Maimónides, el Rambam, indicando que el Primer Templo fue destruido debido al homicidio, el incesto y la idolatría; el Segundo Templo desolado debido al odio gratuito; y el Tercer y final Templo será erigido sobre Amor gratuito. Reiteramos otra vez que Amor es nuestro nexo común con Dios, y que el Templo de Jerusalén en la Era Mesiánica está erigido por la conexión permanente de nuestro Amor con el Amor de Dios.
En la Unicidad de nuestra unidad con el Creador nos hacemos conscientes del nexo eterno con Él. Así asimilamos que Jerusalén es la realización constante de Amor, en la que todos los aspectos, niveles y dimensiones de la conciencia están colmados de Amor y conducidos por sus modos y atributos. En este sentido Israel es el elegido. Históricamente somos el pueblo que es y representa la bondad de Amor como manifestación material del Amor de Dios. Todo lo relacionado con Israel trata de Amor. La Tierra Prometida que Dios nos dio es lo bueno de la vida y para la vida. La Torá es nuestra Esencia e identidad que nos encomienda amar, y amamos siendo y haciendo lo correcto, lo justo y lo que nos eleva. Hacer todo esto es un acto de Amor porque nos anima a ser buenos y hacer lo bueno.
Los modos y atributos de Amor nos obligan a oponernos a todo lo negativo, abusivo, corrupto, denigrante, humillante, opresivo y destructivo; todo lo que atenta contra la dignidad humana. El pueblo de Israel como herederos y portadores de lo bueno proveniente de Amor que el Creador quiere que prevalezca, estamos destinados a revelar el Amor de Dios -- la Presencia Divina -- en el mundo material. Muy a pesar de las incesantes persecuciones, masacres y genocidios que nuestro pueblo ha sufrido, lo bueno de nuestras múltiples contribuciones al mejoramiento de la humanidad, no ha tenido paralelo en la historia. Hemos cumplido el Mandamiento de Dios de que seamos Luz para las naciones, a pesar de estas. Cuando reconstruyamos y unamos a Jerusalén dentro de nosotros y en nuestra tierra, el Estado de Israel, haremos aún mucho más y en grande, en nuestro destino dispuesto por el Creador.
Esto lo realizamos expulsando y removiendo todo y todos los que se oponen a lo que significan la Torá, Israel, Jerusalén, la Tierra Prometida, y la Redención Final. Estos son los pueblos prisioneros y esclavos de creencias, ideologías, filosofías y religiones destructivas. Estamos obligados a expulsarlos de nuestro entorno desde que nuestros ancestros recibieron la Torá y la Tierra Prometida, la vida en lo bueno que es Amor. En la Jerusalén unida e indivisible seremos redimidos como lo proclaman nuestros Profetas. Debemos unir nuestra conciencia mediante el poder integrador y unificador de Amor, como el primer paso en nuestra Redención Final, guiados con sus modos y atributos hacia el Amor de Dios.
"Y Él hará justicia entre las naciones, y decidirá para muchos pueblos; y ellos convertirán sus espadas en arados, y sus lanzas en rastrillos; ninguna nación levantará su espada contra otra nación, ni aprenderán a hacer guerra nunca más." (2:4)
El Amor de Dios es el fuego que arde pero no consume. Es el fuego que transforma nuestra conciencia mediante los modos de Amor para ser guiada por estos. Así es como el Amor de Dios imparte rectitud en las naciones, la manera como Él las juzga, y establece un camino para los pueblos. Amor transforma violencia en paz, las tendencias negativas y destructivas en campos de potenciales creativos positivos y buenas acciones. Cuando reina Amor no hay guerras, disputas ni conflictos; y todos los actos, deberes y empeños humanos tienen lo bueno como propósito y finalidad.
"Oh casa of Jacob, venid vosotros, y caminemos en la Luz del Eterno." (2:5)
La bondad de los modos de Amor son la Luz en la que caminamos con nuestra conciencia redimida y renovada. Así somos conscientes de que la Luz, Amor, lo bueno, paz, alegría, plenitud, abundancia, prosperidad, solidaridad, justicia, compasión, rectitud, amorosa bondad, y las expresiones positivas de Amor son inherentes a sí mismas. Tenemos paz porque tenemos Amor, rectitud, compasión, amorosa bondad, etc. Vivimos prosperidad y felicidad porque tenemos todos sus complementos.