En nuestro comentario anterior acerca de esta porción (Shemot:
“Nuestra Verdadera Identidad como Redención” del 2 de enero de 2012 en
este blog) también nos referimos a fondo sobre nuestra identidad
judía, a partir de nuestros nombres: “Y estos son los nombres de los hijos
de Israel, que vinieron a Egipto con Jacob (...)” (Éxodo 1:1) porque estos
identifican quiénes somos.
Esa es la idea de tener un nombre, que a su vez integra lo que pueda
significar en todos los niveles de la conciencia. Entonces como judíos la
identidad hebrea es nuestro nombre. Ser judío define las referencias
para relacionarme conmigo mismo, con los demás y con mi entorno; y
especialmente con mi Creador.
Dios es el eje, el centro, la Fuente que forma nuestra identidad, por
el hecho de que emanamos de Él. Mediante este principio fundamental definimos
quiénes verdaderamente somos. Esta es la manera más excelsa de abordar nuestra
identidad.
El segundo libro de la Torá delínea la identidad
judía a partir de nuestra relación con Dios, como individuos y como Nación. Nos
hacemos judíos en el libro del Éxodo, comenzando con los nombres que nos
hicieron el pueblo que Dios nombra y cuenta para el destino
que quiere que compartamos con Él.
Nuestros Sabios se refieren al exilio en
Egipto como antecedente para asimilar lo que significa una libertad real con la
que podamos tener una vida realmente plena. En este sentido, el exilio es la
oscuridad que padecemos con el propósito de vivir plenamente la Luz. A menudo
decimos que la maldad y lo negativo existen no como opciones sino como referencias
para que podamos elegir lo bueno y lo positivo en la vida.
Exilio no
necesariamente significa lo malo o negativo, sino una situación que conlleva a
valorar y añorar el lugar al que verdaderamente pertenecemos. Hemos visto que a
través de nuestra historia hebrea muy pocos han añorado de corazón retornar a
ese lugar. Nuestra tradición oral da cuenta de que sólo el 20% de la población
judía salió de Egipto durante el Éxodo. Inclusive aun menos regresaron a Israel
del exilio en Babilonia, y la mayoría de los judíos originales terminaron
asimilándose a otras naciones.
En este sentido, la identidad judía nos sugiere que
todo depende de lo que queramos ser, tener y hacer, además de dónde queramos
vivir. De todo esto se trata el libro de los Nombres (conocido como Éxodo) como
punto de partida de nuestra identidad.
Así el exilio nos hace conscientes de
quiénes verdaderamente somos. Ya sea que abracemos lo que nos ofrece una vida
en el exilio (para bien o para mal) como nuestro, o que procuremos el lugar adonde
realmente pertenecemos. La decisión es nuestra.
Dijimos que nuestro exilio en Egipto fue una
experiencia negativa necesaria para llegar a apreciar el valor de la
identidad judía como la conexión permanente con nuestro Dios. Mientras
reclamemos nuestro nexo con Él, estaremos reclamando nuestra identidad. El
exilio nos hace conscientes de dónde está nuestro hogar.
Lo mismo ocurre cuando
visitamos un país con costumbres, lengua y creencias diferentes, que nos
empujan a darnos cuenta de las nuestras. Nos relacionamos con ellos a partir de
nuestras perspectivas y principios, porque somos diferentes. El exilio funciona
del mismo modo, hasta alienarnos a tal punto que llegamos a perder nuestra
identidad original. Nos vemos obligados, ya sea asimilarnos a condiciones
alienantes o a escapar de ellas y retornar adonde pertenecemos.
Igualmente nos pasa con pensamientos, emociones y
sentimientos negativos derivados de las fantasías e ilusiones de ego. Una vez
quedamos atrapados en ellas, nos vemos obligados a buscar la salida. Gritamos a
voz en cuello para ser redimidos de nuestro exilio en las tinieblas, y sabemos
que Amor es la salida.
Estos versículos abarcan la identidad a la que nos
estamos refiriendo: “Y el Eterno oyó su clamor, y el Eterno recordó Su Pacto
con Abraham, con Isaac, y con Jacob. Y el Eterno vio a los hijos de Israel, y
el Eterno los reconoció” (2:24-25).
Esta identidad se trata de nuestra conexión
con el Creador y de reconocer nuestro nexo con Él. Así como recordamos a Dios y
clamamos a Él, nos responde porque también reconoce que pertenecemos a Él.
Nuestro exilio termina cuando retornamos a Él como El Lugar de donde
vinimos (El Lugar, HaMakom, es uno de los Nombres hebreos de Dios en
el judaísmo).
Esto acontece cuando hay un Pacto, un acuerdo para vivir en los
caminos y atributos que compartimos con Aquel que nos da la vida para hacerla
significativa. Lo que hace significativa la vida es precisamente la identidad
que Dios nos da, comenzando con nuestros Patriarcas: “Y Él dijo, 'Yo soy el
Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob'.”
(3:6).
Este es también el punto de partida para conocer al
Creador como el Eterno que es: “El Eterno dijo a Moisés, 'Yo seré lo que Yo
seré', y Él dijo, 'Para que tú les digas a los hijos de Israel, “Yo seré” me ha
enviado a vosotros'. (…) este es Mi Nombre para siempre, y este es mi
recordatorio para todas las generaciones.” (3:14-15) porque nuestro nexo con Él
ha sido, es y será siempre.
Este Pacto eterno es fundamental para asimilar
nuestra identidad judía más allá de tiempo y espacio. Nuestra vida en el mundo
material no circunscribe o limita nuestra relación con Dios. Después de todo,
nuestro tránsito en este plano físico se limita a espacio y tiempo como un
exilio fuera del infinito Amor de Dios. Este Amor nos hace trascender barreras,
limitaciones y restricciones (en hebreo Egipto significa “restricciones”) de
las fantasías e ilusiones derivadas de los deseos negativos de ego,
representados por el faraón:
“Y Yo sé que el rey de Egipto no te dará permiso
para ir, excepto mediante una mano poderosa.” (3:19).
Cuando nuestro Amor alcanza
el Amor de Dios, Él nos libera del cautiverio de los aspectos negativos de la
conciencia (de esto trata parte de nuestro comentario sobre la parshat Shemot:
“Despertando a la Conciencia del Amor de Dios” del 19 de diciembre de 2010 en
este blog).
Necesitamos a Moisés como nuestro máximo
conocimiento del Creador y Su Amor para encender el fuego que elimina las
ilusiones que nos hacen creer y sentir que estamos separados de Él. Moisés
también sabe que el mayor conocimiento de Dios no siempre es el medio para
liberarnos de nuestras propias tinieblas: “y él [Moisés] dijo: 'Oh Eterno, te
suplico que Tú envíes, por la mano de él, a quien Tú enviarás'.” (4:13).
Nuestros
Sabios explican que en este versículo Moisés se refiere al rey Mesías, mediante
quien la Redención Final será revelada. Esto quiere decir que, además de poseer
el máximo conocimiento del Amor de Dios, tendremos que manifestarlo mediante
nuestro propio Amor. Lo realizamos siendo y haciendo los modos y atributos de
Amor en todos los aspectos y dimensiones de la vida. El Rey Mesías es quien
conduce todos los niveles de la conciencia en los modos y atributos de Amor.
De esto se trata la conciencia mesiánica: Redención
total y completa de las ilusiones negativas e innecesarias del mundo material.
Una conciencia en la que único interés humano sea el conocimiento del Creador y
Su Amor:
“Porque la Tierra estará llena del conocimiento de la gloria del
Eterno, como las aguas llenan el mar.” (Habacuc 2:14).